miércoles, 10 de enero de 2024

Crítica racional a la creencia religiosa

 

Crítica racional a la creencia religiosa

 

Columnas selectas publicadas en El Unicornio

 

Por Jorge Senior

Buhografías

 

Este dossier contiene ocho columnas publicadas en el portal colombiano El Unicornio entre 2021 y 2023, las cuales se complementan bastante bien. Aparecen temas como ciencia vs. fe, ateísmo vs. agnosticismo, derecho a la vida y libertad de culto, la separación de iglesias y Estado, la espiritualidad del ateo, el ateísmo militante y el pensamiento de Carl Sagan y Albert Einstein. Pero la secuencia va en orden cronológico de publicación.

Este dossier se complementa con otro que trata sobre Educación y pensamiento crítico y con múltiples entradas al blog La Mirada del Búho.

Portal: www.elunicornio.co/author/buhografias

Blog La Mirada del Búho: www.conectadosconelbuho.blogspot.com

Blog Buhografías del Unicornio: www.buhografiasdelunicornio.blogspot.com

 


 

Ciencia vs. fe

Publicada el 28 de marzo de 2021 (semana santa)

 

Tal vez no hay mejor momento que la semana santa para una reflexión sobre el conflicto secular entre ciencia y fe, que data por lo menos de la época de Giordano Bruno y Galileo Galilei. Con mayor razón si hace pocos días, el 23 de marzo, se celebró el día internacional del ateísmo y al día siguiente, el periódico El Tiempo en su podcast Ciencia viral tocó el tema, aunque de una manera superficial, llena de digresiones y evidencias anecdóticas sin valor argumentativo.  El decepcionante programa se tituló “¿Pueden los científicos ser religiosos?”  La pregunta no podía ser más tonta, pues cualquier universitario conoce a algún investigador que es creyente religioso.  Es como preguntar: “¿Pueden los científicos ser incoherentes?”. 

El ser humano no se caracteriza por su coherencia y los científicos no son la excepción, especialmente cuando han sido educados en un sistema que apenas los adiestra para manejar unas técnicas precisas y no los forma en cosmovisión científica y pensamiento crítico.  Al menos es lo que observo en buena parte de las universidades colombianas.  En el mundo ultraespecializado de hoy es común encontrar investigadores que son incapaces de pensar científicamente en temas que son ajenos a su disciplina y, a veces, ni siquiera en su propio campo.  Conocí un físico cuántico, ya fallecido, que manejaba muy bien su especialidad, pero creía que las pirámides egipcias habían sido hechas por extraterrestres.  Y había otro físico en la misma universidad que incluso era inconsistente con su propia disciplina: practicaba la radiestesia.  Asimismo abundan los psicólogos que creen que el alma existe o los médicos que adoptan terapias que contradicen su saber físico-químico y biológico.  Una cosa son los individuos como staff y otra es la ciencia como institución, como método, como conocimiento y como manera de pensar. 

A pesar de los ejemplos anecdóticos, las estadísticas muestran que el porcentaje de no creyentes es inmensamente superior en las comunidades científicas que en la población en general, efecto que es muy marcado en EEUU.  Un análisis similar puede hacerse a un nivel más amplio entre educación y creencia: a mayor nivel educativo, menor nivel de credulidad en lo sobrenatural, incluyendo las mitologías religiosas.  Este fenómeno, además, es progresivo a través de las generaciones.  En países como Islandia, Holanda, Suecia, República Checa, entre otros, las nuevas generaciones están cada vez más alejadas de las creencias premodernas.  Una página web religiosa española (Aleteia) manifestaba hace poco su preocupación en un artículo titulado “La religión ya no significa nada para casi la mitad de los jóvenes españoles”.  Lo que para ellos es preocupante yo lo veo prometedor.

Ahora vamos al fondo del asunto que el podcast eludió: si hay o no compatibilidad entre ciencia y fe.  O si se presenta incompatibilidad entre ciencia y ateísmo como plantea Marcelo Gleiser partiendo de una falacia “hombre de paja”: considerar al ateísmo una creencia.

La ciencia trabaja con la duda, con un escepticismo racional dosificado. La ciencia cuestiona, critica, se sabe falible, se autocorrige y progresa.  Utiliza el rigor lógico y el rigor experimental y observacional, de tal manera que busca siempre apoyar el conocimiento en evidencias.  La imaginación y la creatividad son importantes, pero deben pasar por el filtro de calidad que es la prueba experimental.  Todo ello se desarrolla en un proceso colectivo, social, con un ethos que Lee McIntyre describe y analiza con profundidad en su libro La actitud científica (Ediciones Cátedra, 2019).  En contraste la fe va por el camino opuesto: adora el dogma, la tradición, el argumento de autoridad, la obediencia, el wishful thinking o pensar con el deseo.

La ciencia al acercarnos al mundo natural en todas sus dimensiones y escalas nos asoma a lo maravilloso, al asombro, al profundo misterio del cosmos y de la realidad física infinitesimal.  La fe, en cambio, provee respuestas fáciles, infantiles, ingenuas, increiblemente descabelladas, propias de antiguos pueblos pastoriles.  Por eso la fe es tribal, un producto cultural idiosincrásico, mientras la ciencia es universal.

Ambas formas de pensar se apoyan en características cerebrales que evolucionaron en los homininos, antecesores del Homo Sapiens: la capacidad de encontrar patrones o regularidades de causa – efecto (base de la ciencia) y la capacidad de socializar con otras mentes y, por ende, la tendencia a proyectar antropomórficamente las características mentales humanas a animales, plantas y fenómenos naturales impersonales (base del animismo y las mitologías religiosas). 

En el paleolítico, el neolítico y las civilizaciones agrarias era apenas natural que se inventaran socialmente explicaciones fantasiosas, sobrenaturales, antropomórficas.  Tales ficciones eran funcionales para la cohesión social.  Pero con el progreso del conocimiento esas pseudoexplicaciones carecen de razón legítima para persistir, trátese de Zeus, Odín, Jehová, Yahvé, Alá, Dios, God o Supermán.  Ahora bien, un ateo racional no tiene problema alguno en aceptar la existencia de tales seres si se prueba con evidencias. 

La carga de la prueba de la existencia de X (sea X cualquier ente) está en quien afirma su existencia: puede tratarse de dioses, hadas, duendes, dragones, átomos, neutrinos, flogisto, éter, calórico, elan vitae, energía oscura, materia oscura, bosón de Higgs, elefantes rosados o unicornios azules.  No se puede probar la no existencia de X, lo que toca probar es su existencia. 

“Dios de los huecos” se denomina al razonamiento que pretende sostener la existencia de un superser, curiosamente antropomórfico, sobre la base de que la ciencia no lo explica todo (aún).  Tratan de poner a “Dios” allí donde hay algo no explicado por la ciencia, hasta que la ciencia progresivamente lo explica y tapa ese hueco de ignorancia.  Entonces mudan el comodín, ruedan esa pseudoexplicación acomodaticia a otro nuevo hueco. Y así a medida que la ciencia progresa, tapando huecos de ignorancia, el dios-explícalo-todo tiene que irse rodando hasta que su “reino” no sea de este mundo, sino de algún universo paralelo o metauniverso imaginario.

Coletilla: Hay 4 ciencias que chocan de frente contra las religiones teístas y sus supersticiones sobrenaturales: historia, neuropsicología, biología evolutiva y astronomía, pero el espacio se acabó por hoy. 

La filosofía humanista de Carl Sagan

Publicada el 3 de abril de 2021

 

Es satisfactorio observar que muchos jóvenes conocen y admiran a Carl Sagan, el gran divulgador científico que falleció en 1996.  Los que tenemos edad suficiente para haber visto Cosmos en los años ochenta no podemos olvidar el impacto que nos causó y cómo luego nos llevó a leer sus libros, entre los cuales se destaca, a mi parecer, El mundo y sus demonios.  En especial esa parte donde narra la historia de “un dragón en el garaje”.  Gente de todas las edades ha visto Contacto, la película protagonizada por Jodie Foster, basada en la novela del mismo nombre.  Una parte del film fue rodada en el Observatorio de Arecibo, tristemente destruido el año pasado por la desidia anticiencia del gobierno Trump.  En la última década se han emitido dos secuelas de Cosmos con Neil DeGrasse Tyson y la producción de Ann Druyan.

Sin duda, Sagan fue un destacado astrónomo y quizás el más importante divulgador de la ciencia en el siglo XX.  ¿Pero podríamos considerarlo un filósofo?  Desde luego que el newyorkino no encaja en las características del típico filósofo profesional.  Sin embargo, como el propio Sagan nos recuerda, “la ciencia es más que un simple conjunto de conocimientos, es una manera de pensar”.  Es difícil exagerar la profundidad y certeza de esta afirmación que debería ser la columna vertebral de la educación.  Y nuestro divulgador estrella se caracterizaba precisamente por enseñar toda una cosmovisión moderna a través de su obra escrita y audiovisual, acorde a la ciencia actual.

La filosofía de Carl Sagan es naturalista, humanista, escéptica y romántica.  Creo que se podría resumir en 6 puntos.

1. Somos una especie exploradora, esa es nuestra naturaleza, producto de la evolución. La ciencia es la forma cumbre de la exploración y junto con la tecnología nos lleva a nuevas fronteras.

2. Somos una especie curiosa. La ciencia es aventura del conocimiento, no debe ser una actividad mercenaria.  Pero la ciencia pura o básica, finalmente puede llegar a ser ciencia aplicada, práctica y útil.

3. Nuestro cerebro, capaz de reconocer patrones, de simular la realidad, de anticipar el futuro, de resolver problemas y de adaptar la naturaleza a la especie, es nuestra arma o herramienta por antonomasia.  El pensamiento científico es pensamiento crítico y se fundamenta en lógica y evidencia.  De aquí se desprende la actitud escéptica bien dosificada y sus conclusiones: no hay dios, sobrenaturaleza, ni padre protector; no hay “más allá”, ni cielo, ni infierno, ni alma, ni espíritu. Todos son "dragones en el garaje".

4. Estamos librados a nuestras propias fuerzas, como adultos (esto guarda similitud con la mayoría de edad de Kant, pues Sagan es también un ilustrado).  El peligro de extinción es real. El equilibrio dinámico del Sistema Tierra es relativamente estable, pero existen amenazas y la más peligrosa es antropogénica (el propio ser humano).  La responsabilidad de nuestra especie para mantener ese equilibrio dinámico de la vida es un imperativo condicional de supervivencia.

5. Es preciso democratizar la ciencia, el conocimiento, el pensamiento crítico, mediante la educación en su más amplio sentido, para poder estar a la altura de tamaña responsabilidad y tomar como humanidad las decisiones correctas.  Educación, ciencia, conocimiento son "una luz en la oscuridad".

6. Principio cosmológico: no somos nada especial en la naturaleza.  El universo es indiferente a las necesidades y deseos humanos.  El cosmos probablemente está pletórico de vida y, por ende, es probable que exista vida inteligente en muchas partes del universo (algunas no lo suficiente para evitar la extinción). Cosmopolitismo cósmico: necesitamos contactar a otras civilizaciones que puedan existir (proyecto SETI).

Por mi parte no soy tan optimista sobre la profusión de vida extraterrestre inteligente, pero coincido con su visión que encaja perfecto en lo que se conoce como humanismo secular.  El humanismo es una sublime filosofía de vida para adultos no infantilizados, apropiada para un universo sin dioses, capaz de fundamentar la moral social en una época de cambio climático, disrupción tecnológica y neoliberalismo implacable.

El humanismo tiene raíces filosóficas profundas pues viene desde la Grecia clásica, el Renacimiento y el siglo de la luces.  El humanismo secular actual es expuesto por Mario Bunge en el primer capítulo de Crisis y reconstrucción de la filosofía y por Steven Pinker en el último capítulo de En defensa de la Ilustración.  La declaración humanista de 1980 puede leerse aquí.

La más reciente declaración humanista resume esta visión en seis tesis. (a) El conocimiento del mundo se deriva de la observación, la experimentación y el análisis racional. (b) Los humanos son una parte integral de la naturaleza, el resultado de un cambio evolutivo no guiado. (c) Los valores éticos se derivan de la necesidad y el interés humano, como se ha comprobado por la experiencia. (d) La realización de la vida surge de la participación individual al servicio de los ideales humanos. (e) Los humanos son sociales por naturaleza y encuentran significado en las relaciones. (f) Trabajar para beneficiar a la sociedad maximiza la felicidad individual.


 

Derecho a la vida y libertad de culto

Publicada el 25 de abril de 2021

 

Los testigos de Jehova constituyen uno de tantos cultos surgidos en Estados Unidos durante el siglo XIX.  Tienen un historial de siglo y medio y desde hace aproximadamente la mitad de ese período sus adeptos se encuentran sometidos a la prohibición de recibir transfusiones de sangre, pues su dogma señala que eso tiene consecuencias negativas en “la vida eterna”.  Esta curiosa creencia ha convertido a este grupo en una fuente de abundante literatura bioética en las últimas décadas, pues su norma interna crea toda una serie de interesantes dilemas morales para los médicos, instituciones de salud y el Estado del respectivo país.

En el Hospital La Misericordia en Bogotá acaba de presentarse un nuevo caso con una joven de 17 años que interpuso tutela contra el ICBF para impedir que le hagan transfusión de sangre a pesar de la recomendación médica.  Ella y sus padres están de acuerdo en que bajo ningún concepto se le realice transfusión de sangre, así le cueste la vida.  La información de prensa dice que “la Corte Constitucional protegió los derechos al libre desarrollo de la personalidad, a la libertad de conciencia, a la libertad de cultos (SIC), y a la salud de la accionante”.  Es difícil imaginar cómo se puede proteger la salud de la joven no haciéndole el procedimiento médico pertinente.

Sin embargo, la Corte Constitucional no ha emitido sentencia aún.  Lo que anuncia el Boletín 037 del 23 de abril de 2021 de la Corte es la decisión de la Sala Séptima de Revisión mediante Auto 009 de enero 26 de 2021.  Se trata de una medida provisional en contravía al Tribunal Administrativo de Cundinamarca que sí había permitido la posibilidad de transfusión en situación de urgencia.

En la literatura bioética y en las decisiones judiciales de muchos países existen precedentes que argumentan a favor de la prioridad del derecho a la vida de los menores de edad sobre la libertad de culto de los padres.  Lo primero a tener en cuenta es que en este caso no se trata de una decisión autónoma de un adulto.  Si lo fuera no habría duda de la primacía del derecho fundamental a la autonomía del paciente.  Que los médicos no deben proceder sin el consentimiento informado del paciente es un principio básico, pero hay situaciones en que tal consentimiento está afectado o imposibilitado por la edad, el estado inconciente del paciente, el estado psicológico o alguna otra situación de interdicción (aclaremos que en Colombia la Ley 1996 de 2019 eliminó la interdicción judicial de nuestro ordenamiento jurídico).  Y son estos casos los que han generado los debates bioéticos, legales, judiciales y administrativos sobre cómo proceder con los testigos de Jehová, pues el médico tiene, a su vez, el deber moral de hacer todo lo pertinente por el bienestar del paciente.

En el caso que nos ocupa analicemos lo siguiente.  Si se tratase de una niña de 10 años no debería haber duda alguna en priorizar el derecho a la vida sobre la libertad de culto de los padres.  La ley debe proteger a los niños de posibles abusos por parte de los padres y estos abusos pueden ser físicos, psicológicos o, como en este caso, amenazando su salud o su vida por creencias que impiden la actuación médica cabal.  Sin embargo, al tratarse de una joven próxima a cumplir los 18 años de edad y con ello adquirir la mayoría de edad legal, el asunto se complica. 

La autonomía del individuo y el libre desarrollo de la personalidad son discutibles conceptos de la ideología liberal.  Pero aún en un marco teórico liberal se acepta que en los niños el proceso de maduración es gradual y, por ende, su autonomía es limitada.  A medida que el niño crece y madura psicológicamente aumenta su autonomía, de ahí que la legislación colombiana contemple etapas que van de 0 a 7 años, luego a 12 años y finalmente a 18 años en las niñas y en el caso de los varones la última etapa es a partir de los 14.  Como se sabe, en Colombia desde los años 70 la mayoría de edad es a los 18, pero antes era a los 21.

El problema es que el desarrollo psicológico es gradual, pero la ley debe establecer fronteras etarias claras, como las tres etapas mencionadas.  Es obvio que una persona no es inmadura cuando tiene 17 años y 364 días y al día siguiente, al cumplir los 18, amanece maduro. De ahí que en este caso complejo el asunto se vuelve discutible.  Sin embargo, hay otra arista en el caso de la religión que produce un giro en el debate: el adoctrinamiento de los niños por los padres, un tema sumamente delicado de legislar. 

Es el dilema entre las libertades (de culto, de elegir la educación de los hijos), por un lado, y los derechos de los niños por el otro.  Tema difícil porque puede verse como una intromisión indeseable del Estado en la vida privada de las familias.  No obstante el poder de los padres sobre los hijos no debe ser absoluto, de ahí que ciertas actuaciones abusivas de los padres ameriten la intervención salvadora del Estado para amparar los derechos fundamentales de los niños.  Es el caso de la violencia intrafamiliar, las violaciones, el maltrato psicológico y físico, las privaciones de alimento, educación y… salud.  Algunos casos son tan graves que constituyen delitos, pueden llevar a prisión a los padres y a perder la patria potestad.  Termino con una pregunta: ¿no es ese el caso cuando el adoctrinamiento religioso atenta contra la salud y la vida?


 

Por qué no soy agnóstico

Publicada el 29 de octubre de 2022

 

La revista científica más importante del mundo, Nature, dice en su más reciente editorial que en la segunda vuelta electoral en Brasil sólo hay una opción consistente con la ciencia: votar por Lula para que pierda Bolsonaro, a quien la revista considera, con pleno fundamento, “una amenaza para la ciencia, la democracia y el medio ambiente”.

De manera análoga digo que frente al tema de la existencia de un dios (o varios dioses) sólo hay una opción consistente con la cosmovisión científica del siglo XXI: el ateísmo. Y en este caso la opción que estoy descartando no es la creencia en un dios, que en el mundo actual obviamente es un asunto de mera fe, sino el agnosticismo, posición que sí pretende ser racional.

Difiero de muchos ateos a quienes les encanta debatir y criticar a los creyentes.  Eso es tiempo perdido porque tal creencia no se basa en la razón sino en el argumento de autoridad impuesto en la crianza a temprana edad siguiendo la tradición y/o en necesidades psicológicas de algunos individuos que encuentran en tal creencia una prótesis mental que les sirve de apoyo.  La creencia en un dios pertenece a la zona mitológica en la cual el individuo puede especular sin mayor riesgo para la vida práctica, tal y como expusimos en una columna donde reseñamos el libro La racionalidad de Steven Pinker. Más o menos lo mismo pienso de quienes se dedican a refutar tonterías como el terraplanismo que carecen de importancia.

Se me dirá que la religión sí tiene importancia por sus repercusiones negativas en la vida social, como evidencia la historia: dogmatismo, guerras, vasallaje, manipulación, explotación, restricciones a la libertad, alienación, fanatismo y muchas más.  El adoctrinamiento religioso a los niños perjudica o distorsiona la formación moral, axiológica, actitudinal y cognitiva, aunque desde luego su ausencia no es garantía de una formación apropiada.

El punto es que la clave en la formación del joven no reside en los temas metafísicos sino en el desarrollo del pensamiento crítico – racional y la asimilación activa de la cosmovisión científica construida con rigor lógico y experimental en los últimos dos o tres siglos y que constituye el más grandioso logro de la humanidad.  El ateísmo termina siendo simplemente un corolario de lo anterior, no el asunto principal.  Por tanto, no se trata de hacer proselitismo ateo, como si fuese una creencia más, sino de fortalecer el pensamiento crítico en los espacios educativos y de comunicación masiva, lo cual se contrapone al facilista pensamiento mágico y a los impulsos fanáticos.  Todo ello a sabiendas de que la naturaleza humana, como la entendemos hoy, no es la de un ser precisamente racional, por lo que la tarea no es nada fácil.

Dicho esto, volvemos entonces al descarte del agnosticismo como opción racional.  Éste es un debate mucho más interesante, pues el agnóstico no puede refugiarse en la fe.  De hecho, algunos agnósticos acusan al ateo de caer en un acto de fe por su afirmación contundente sobre la no existencia de dioses, mientras el agnóstico deja margen a la duda, lo cual parece una actitud más racional.

Es un error lógico.  La no existencia de un X (sea X un dios o cualquier entidad propuesta por una o muchas personas) nunca puede demostrarse o probarse.  La carga de la prueba recae siempre en quien postula la existencia de X.  Los seres humanos hemos inventado todo tipo de seres o entidades fantasiosas o míticas: dragones, duendes, hadas, espíritus de la selva, fantasmas, almas, dioses, ángeles, demonios, elefantes rosados, unicornios azules, flogisto, éter, calórico, élan vital. Una cuasi-infinita inflación ontológica.

Si el agnóstico es consecuentemente racional tendría que extender su agnosticismo, es decir, su manto de duda, sobre toda la parafernalia mitológica inventada por todas las culturas del planeta.  O probar que determinado ser mítico, por ejemplo el dios cristiano, es un caso especial que merece un tratamiento preferencial, como decir: “soy agnóstico sobre el dios cristiano, pero no sobre Zeus u Odín”.  ¿Y qué tiene de especial la mitología cristiana respecto a las demás mitologías? Todos los dioses inventados por los humanos son idiosincrásicos, provienen de una tradición, como las costumbres y los acentos.  El cristianismo no es la excepción, sólo que es uno de los componentes de la cultura occidental que logró conquistar el mundo, un hecho meramente circunstancial, no atribuible a su más común mitología tradicional.

Otro argumento del agnóstico es atribuirle a la idea de dios (¿y por qué no de dioses en plural?) el carácter de hipótesis, lo cual parece acorde con la ciencia.  Algunas de las entidades arriba mencionadas, como el flogisto, el calórico, el élan vital o el éter fueron hipótesis científicas hace más de un siglo, que luego resultaron ser refutadas.  ¿No podría ser un dios una hipótesis para explicar algo?  La respuesta simple es “no”. Recuerden que estamos en el siglo XXI.  Los dioses pudieron ser una explicación racional de la lluvia, el rayo, la fertilidad de la tierra o cualquier otro fenómeno natural en las épocas precientíficas desde la edad de piedra hasta la sociedad medieval europea e incluso hasta la época de Newton.  Podríamos decir que el pensamiento mágico religioso y la proyección antropomórfica eran una necesidad, o por lo menos la alternativa más plausible, y por eso usamos el concepto de “religión natural”. 

En la era moderna, cuando tenemos a nuestra disposición una cosmovisión científica bien fundamentada en evidencias, aunque no lo explique todo, esa “hipótesis” de dios -como le dijera Laplace a Napoleón- resulta innecesaria.  Ni sirve como hipótesis pues carece de valor heurístico, es decir, no es fecunda para la investigación.  Es lo que se suele llamar “el dios de los huecos”: lo que la ciencia no podía explicar, se le atribuía a un dios, pero luego el avance del conocimiento científico rellenaba ese hueco y entonces la “hipótesis explicativa” por medio de la voluntad antropomórfica de un dios se echaba a la basura.  Y así sucesivamente, un dios en permanente retroceso.

Puede haber más razones, el tema es amplio y fascinante, mas el espacio de esta columna ha llegado a su fin.    


 

Einstein y el dios que juega a los dados

Publicada el 4 de diciembre de 2022

 

Hace 96 años, el 4 de diciembre de 1926, Albert Einstein escribía una de las cartas más famosas de la historia. Era el momento del boom de la mecánica cuántica y la carta iba dirigida a su amigo Max Born, el abuelo de la cantante recientemente fallecida Olivia Newton John, a quien casi todo el mundo recuerda por su baile con John Travolta.

En esa misiva, el físico judío nacido en Alemania pero de nacionalidad suiza, escribió:

“La mecánica cuántica es ciertamente imponente. Pero una voz interior me dice que aún no es la verdadera solución. La teoría dice mucho, pero apenas nos acerca al secreto del ‘viejo’. Yo en todo caso estoy convencido de que él no tira los dados”.  De aquí salió la atribución a Einstein de la frase “Dios no juega a los dados”.  Es cierto que al hablar del ‘viejo’, el gran físico está usando una doble metáfora para referirse coloquialmente a la idea de Dios, pero esta idea es, a su vez, una manera metafórica de referirse al orden racional del universo.

En efecto, Einstein no era creyente en lo que se refiere al dios judeocristiano, un dios-persona con características antropomórficas.  Lo dijo muchísimas veces: “Creo en el dios de Spinoza que se manifiesta en la armonía de todo lo que existe y no en un dios que se ocupa del destino y los actos del hombre” (1929).  En 1954 escribió: “No creo en un dios personal, nunca lo he negado y siempre lo he dicho con toda claridad. Si hay algo en mí que pueda llamarse religioso, es mi admiración sin límites por la estructura del mundo hasta donde la ciencia nos lo puede develar”. 

Ahí ya está esbozando lo que hoy denominaríamos una deconstrucción de la religiosidad. En una carta expresa: “No he podido encontrar mejor término que el de ‘religioso’ para designar aquella confianza en la naturaleza racional de la realidad en tanto asequible a la razón humana” (1951). En diversos momentos habla del “sentimiento cósmico religioso” para referirse al asombro y a la emoción de  maravillarse ante la cognoscibilidad del mundo. ¿Misticismo? ¡Para nada!  Lo dice bien claro en una cita que mencionan Dukas y Hoffmann: “Jamás le he atribuido a la Naturaleza ningún propósito ni meta, ni nada que pueda parecer antropomórfico. Lo que veo en ella es una maravillosa estructura que sólo podemos comprender de modo muy imperfecto y que es capaz de embargar a una persona pensante de un sentimiento de humildad. Se trata de un genuino sentimiento religioso que no tiene nada que ver con el misticismo”.

Podemos ratificarlo en otra cita textual: “Mi punto de vista se aproxima al de Spinoza: admiración por la belleza y la creencia en la sencillez lógica que subyace al orden y a la armonía que humilde e imperfectamente alcanzamos a conocer. Creo que debemos contentarnos con nuestro deficiente conocimiento y comprensión y lidiar con los valores  y obligaciones morales como un asunto estrictamente humano”. Para Einstein la creencia metafísica en una divinidad que sustente la moralidad, como lo propone la religión, es inaceptable: “No creo en la inmortalidad del individuo y considero, además, que la ética es un asunto enteramente humano, desprovisto de toda autoridad sobrehumana que la respalde” (1955).

De las religiones Einstein rechaza su contenido mítico, su dogmatismo y autoritarismo, aborrece esa primitiva idea del premio y el castigo, con su viejo truco de manipular el miedo, y como vimos, niega la moral sobrehumana, trascendental. Einstein, el físico, es fiel a Spinoza, el filósofo. El físico apátrida es racionalista, determinista e inmanentista como el filósofo neerlandés, que identificaba a “Dios” con la Naturaleza, descartando al dios-persona antropomórfico, por lo que fue expulsado de la comunidad judía de Amsterdam.

Al adoptar esa visión filosófica Einstein va estrellarse de frente contra la física cuántica, de la cual él puso la “primera piedra” en 1905, aprovechando una idea matemática que cinco años antes había utilizado Max Planck.

Y aquí llegamos al verdadero sentido de la frase “Dios no juega a los dados”, que nada tiene que ver con religión, sino con la defensa del racionalismo y el determinismo, en contravía de su amigo Max Born, de Heisenberg y sobre todo del danés Niels Bohr.  Pocos meses después de la carta que conmemoramos en esta columna, en Bruselas, tendría lugar el inicio del más profundo debate filosófico de la historia, el pugilato intelectual entre Einstein y Bohr, un combate entre dos filosofías que sigue sin resolverse, así algunos digan que los trabajos premiados con el Nobel de Física este año 2022 resolvieron esa disputa (ver columna).

En 1927 Richard Feynman era apenas un niño, pero sumaría muchas historias en las décadas posteriores. Él clasificaba a los científicos en dos categorías: los babilonios y los griegos, aludiendo a ciertas características de las elaboraciones teóricas de estos pueblos.  Él mismo era un ‘babilonio’, al igual que Bohr, mientras que su compañero y archirrival, Murray Gell-man, era un ‘griego’, como Einstein.  La diferencia se ilustra en una frase de Bohr en respuesta a la einsteniana “dios no juega a los dados”.  Dijo el danés: “Einstein: no le digas a dios lo que tiene que hacer”.  Es decir, la filosofía de sabor empirista de los ‘babilonios’ se limita a los datos que nos da la naturaleza.  Los ‘griegos’, en cambio, son racionalistas como Spinoza y Einstein. Irónicamente tienen una fe irracional en el orden racional del universo. Por ejemplo, creen que la elegancia matemática es una buena guía para hacer descubrimientos.  Y hoy tenemos a muchos físicos teóricos perdidos en el laberinto de la teoría de cuerdas.

Einstein nunca aceptó la mecánica cuántica como una teoría completa.  Hoy tenemos nuevas maneras de entender el determinismo, pero en la versión de Einstein el determinismo implica el imperio absoluto de la ‘ley de la causalidad’.  Nada escapa a las cadenas de causas y efectos. Ni siquiera existe el libre albedrío. Las teorías cuánticas con su fundamento probabilístico parecen decirnos otra cosa.

Poco antes de morir Einstein, su amigo Max Born fue premiado tardíamente con el Nobel de Física.  Al otorgárselo, el comité Nobel se la jugó por los dados. 


 

Sublimidad: la espiritualidad del ateo

Publicada el 9 de febrero de 2023

 

Últimamente, cada vez que alguien menciona la palabra “espiritualidad”, yo le pregunto qué significa ese término para él o ella. Las respuestas que me regalan son muy dispares y no precisamente por polisemia sino más bien por indefinición. Todo el mundo usa el vocablo con propiedad, como si hubiese un consenso claro sobre su significado, pero no hay tal. Cada quien parece tener una definición personalizada.

Que las personas religiosas se refieran a la “espiritualidad” no me sorprende, al fin y al cabo, creen en los espíritus, como si las funciones mentales no fueran producto del cerebro sino algo independiente que puede existir sin el cuerpo. Sabemos por la ciencia que tal creencia es errónea, no hay mente sin cuerpo. Por eso sorprende que intelectuales ateos de filosofía materialista hablen a favor de la espiritualidad. ¿Espiritualidad sin espíritu? ¿Qué será lo que quieren decir?

Carl Sagan, por ejemplo, escribió en El mundo y sus demonios: “La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad; es una fuente profunda de espiritualidad”. Michael Shermer, editor de la revista Skeptic, publicó Ateísmo y espiritualidad, un artículo en el cual defiende que “los ateos pueden ser tan espirituales como cualquiera, y quizá incluso más”. Shermer, que también menciona a Sagan y a Feynman allí, dice que “la espiritualidad es una manera de ser en el mundo” y la asocia con el asombro ante el misterio, el maravillamiento ante la sublime belleza de la naturaleza y con una actitud abierta de búsqueda de nuestro lugar en el cosmos. Feynman es mencionado por su concepto estético de la ciencia, cuando reconoce que explicar una flor no le quita nada a su belleza y por el contrario, le suma.

Richard Dawkins en El espejismo de Dios y Daniel Dennet en Romper el hechizo también exploran la espiritualidad como fenómeno y como concepto. Lo que tienen en común todos estos autores ateos y materialistas es que no rechazan el término “espiritualidad” para referirse a cierto tipo de experiencia humana sino que procuran redefinir el concepto para depurarlo de toda fantasía inmaterial o sobrenatural, y reivindicarlo como una vivencia intensa y sensible a través de una inmersión profunda en el arte, la ciencia o la filosofía. Yo comparto esta concepción, pero creo que el uso del término “espiritualidad” lleva a confusión. Si redefinimos el concepto entonces mejor cambiemos el vocablo. Como lo asocio a lo sublime, suelo usar la palabra “sublimidad”, que el diccionario define como “calidad de lo sublime”.

Carlo Rovelli, en su libro El nacimiento del pensamiento científico dedicado a Anaximandro de Mileto, analiza el desencantamiento del mundo -el paso del mito al Logos- cuando la humanidad logra por primera vez superar el pensamiento mítico-religioso hace 26 siglos. Nace allí la ciencia en sus formas más incipientes, pero la religión no desaparece, puesto que se trata de un fenómeno complejo y universal de la especie humana que todavía hoy predomina, al menos cuantitativamente, aunque se ha ido transformando en algo cada vez más alejado de los viejos dioses. Rovelli también explora la esfera de la espiritualidad individual como un fenómeno más reciente, propio de la modernidad. Coincide con el hecho cada vez más común de escuchar a personas no ateas afirmar que ellas no comulgan con las religiones, pero sí asumen en su vida alguna forma de “espiritualidad”.

Hasta aquí hemos permanecido en la tradición de la cultura occidental, signada por el monoteísmo que surgió en el medio oriente. Ni siquiera hemos mencionado la espiritualidad del lejano oriente, enraizada desde hace milenios en sistemas de creencias que van desde el politeísmo hasta el no teísmo. O las culturas indígenas del Nuevo Mundo. O de África y Oceanía. Al globalizar la perspectiva se amplía el espectro de los referentes que puede tener el concepto de espiritualidad.

No obstante, considero que eso no cambia la dicotomía entre los que asumen la espiritualidad como un trascendente contacto con lo sobrenatural imaginado y los que vivenciamos la espiritualidad como una profunda inmersión en la realidad, capaz de generar en ocasiones una emocionante sensación de vértigo y en otras una plácida serenidad. La primera opción choca con la ciencia, mientras la segunda, por el contrario, va de la mano del conocimiento científico del cosmos desde la escala de lo infinitesimal hasta la inmensidad del universo. A ésta última, insisto, prefiero llamarla sublimidad, como vivencia exquisita de lo sublime. 

Existen otras vías. No mencionaré las sustancias alucinógenas para no desbordar esta columna. Pero la práctica de la relajación, la meditación, parar el diálogo interior o ciertos tipos de gimnasia, manejan la corporalidad de tal modo que pueden producir en el sistema nervioso central estado mentales especiales, alejados del ruido y las afugias de la superviviencia cotidiana. ¿Es eso espiritualidad? ¿una terapia? ¿un escapismo? ¿simple moda? Pienso que este tipo de prácticas es perfectamente compatible, en principio, con el naturalismo propio de la cosmovisión científica. Y he conocido uno que otro ateo que ejercita tales disciplinas.

Sin embargo, en nuestro mundo capitalista todo se monetariza. Vemos por doquier imperios espirituales que se erigen como castillos de oro en un mar de riqueza muy material. Esos gurúes no meditan, ellos facturan. Detrás del oxímoron está la estafa. Un discurso “espiritual” que se convierte en mercancía se contradice a sí mismo. Se banaliza, como sucedió con las modas de la “nueva era”. Creo que todos estamos de acuerdo -seamos creyentes o no- en que la “espiritualidad”, sea lo que sea que signifique, es algo que reside en las antípodas de lo monetario, ajeno por completo al interés económico.

Finalizo con una preocupación por el retroceso de la educación laica en Colombia, un país donde aún buena parte de las instituciones educativas son religiosas y donde una oleada evangélica norteamericana se ha tomado al magisterio en las últimas décadas. En el sistema educativo se ha extendido el discurso de la “formación espiritual” y se habla de “dimensión espiritual” de modo acrítico, como si fuese científicamente válido. Sospecho que es una estrategia para disfrazar el adoctrinamiento religioso, tema para discutir en una futura columna.


 

Defensa y crítica del ateísmo militante

Publicada el 17 de mayo de 2023

 

“Cada quien es libre de creer lo que le dé la gana, es un asunto netamente personal”. Así podría expresarse un ingenuo liberal para referirse a las creencias religiosas y, de paso, criticar a los ateos beligerantes en las redes. La realidad es que ni los seres humanos son tan libres como postula el liberalismo ingenuo ni las creencias religiosas son una mera cuestión de conciencia, ajena a la vida pública.

Que no son tan libres lo prueba el hecho de que durante milenios los seres humanos adoptaban, de manera general, la religión de la cultura en que se criaron, pues eran adoctrinados desde pequeños. Actualmente vemos que el adoctrinamiento infantil no ha cesado, lo podemos observar en la familia y en la escuela, que muchas veces los padres escogen bajo el criterio de identidad religiosa. Pero debido a la movilidad, las migraciones, las telecomunicaciones de todo tipo, ya los padres no pueden encerrar a los niños en una burbuja y estos reciben influencias diversas, una diversidad que va aumentando inevitablemente a medida que crecen. Por eso no es ya tan extraño que a la postre algunos jóvenes adopten creencias diferentes a sus padres. Como en otros campos de la vida social, el capitalismo ha creado un mercado de creencias donde la “libertad” consiste en escoger entre la variada oferta.

Que no es un mero asunto de conciencia privada lo evidencia el impacto que las creencias religiosas siguen teniendo en la política, la legislación, la educación, la moral pública, las costumbres y valores. La religión no es un fenómeno íntimo, sino social. El oráculo Google me recuerda que “la palabra religión viene del latín religare, lazo, que quiere decir volver a ligar, unir, enlazar; es unir a los que antes estaban separados con el fin de formar una comunidad”. Más claro aún, si cabe, ese carácter social lo exhibe la palabra ‘comunión’. Basta mirar la historia de la iglesia católica, apostólica y romana para evidenciar la permanencia y el poderío institucional del fenómeno. En pleno siglo XXI podemos ver en Colombia la cantidad enorme de colegios y universidades de carácter religioso y no sólo en el sector privado, pues colegios públicos se concesionan a organizaciones religiosas. Desde lo económico la importancia del sector se mide con los miles de millones de dólares que mueve. En la política reciente podemos ver el impacto de la creencia metafísica en los movimientos de Trump, Bolsonaro, el partido popular español o en el uribismo colombiano. Recordemos el plebiscito por la paz de 2016 en Colombia, donde triunfó el ‘No’ por mínimo margen debido a la manipulación religiosa perpetrada.

Todo lo anterior me lleva a la conclusión de que el liberal ingenuo se equivoca. La creencia religiosa no es un asunto individual, íntimo o personal sino un asunto de interés público, relevante para la sociedad y para nada inocuo. Por tanto, el llamado ateísmo militante, que se organiza para incidir de una u otra forma en el asunto, tiene una razón pertinente y legítima para existir. Hay también organizaciones de laicos, de escépticos, de agnósticos, de humanistas seculares, que navegan en la misma onda, pero voy a referirme específicamente a los grupos de ateos. Mi crítica es muy distinta a la del liberal ingenuo, puesto que comparto la necesidad de la deliberación pública sobre las creencias. Trátese de fake news, supersticiones, pseudociencias, pseudoteorías conspiranoicas, religiones u otras creencias de la zona mitológica, todas son aparatos distorsionadores de la realidad y, por ende, factores de confusión y alienación. Lo acabamos de vivir en la pandemia. Y para rematar, ahora, con las nuevas herramientas de simulación por medio de inteligencia artificial ya se habla en el ámbito filosófico de la “desaparición de la realidad”. Fácilmente las nuevas generaciones crecerán en un estado de alienación total, incapaces de determinar qué es real o auténtico y qué no.

No obstante, los grupos de ateísmo militante se equivocan, en mi concepto, tanto en la táctica como en la estrategia.

La pugnacidad excesiva, la burla, el choque frontal, el ataque a la persona (falacia ad hominem), la provocación, no son la mejor manera de convencer a alguien, por el contrario, resultan contraproducentes. La guerra de memes y opiniones es el típico pasatiempo inútil de los grupos de ateos y creyentes. No hay deliberación seria. Es un círculo vicioso, pues el debate allí no es un proceso que se desenvuelve hacia un fin, sino algo más parecido a un hámster en la rueda. Los grupos más exitosos en número de miembros, con cientos de miles de internautas, son los más ligeros y frívolos.

Otro error que cometen estos grupos es que se enfocan casi totalmente en la mitología bíblica y en debates importados como el del creacionismo, es decir, en el cristianismo fundamentalista que tiene su epicentro en el bible belt de Norteamérica. Ese debate de bajo nivel fue superado hace un siglo, excepto en EEUU. Tras la Alianza para el progreso en el período de Kennedy sobrevino una especie de invasión de sectas protestantes, aquí llamadas evangélicas, y ahora pululan en nuestro medio latinoamericano las visiones dogmáticas que niegan la evolución y asumen de modo literal el texto bíblico, aprovechando que nuestro sistema educativo es notoriamente deficiente. Hemos importado un problema típicamente gringo. Ni el catolicismo, ni algunas corrientes protestantes serias, como los presbiterianos o los anglicanos, caen en esa actitud anticiencia. Pero centrarse en ese debate superado y distractor es cometer el mismo error en que incurren los escépticos cuando se dedican a confrontar el terraplanismo, una creencia inocua por lo absurda, descuidando temas más vitales como los antivacunas o los antitransgénicos.

Podría seguir enumerando errores tácticos del ateísmo militante, pero el meollo es la falla estratégica de no investigar y desactivar las causas del fenómeno religioso. Hace un siglo los liberales entendieron que la clave era la educación secular y promovieron colegios y universidades libres. Pero terminaron claudicando, cooptados por el conservatismo y la politiquería. La misión estratégica del ateísmo militante progresista debería ser el fomento de la educación científica, a sabiendas de que no es suficiente la divulgación y que es preciso formatear el sistema educativo para que la sociedad supere la etapa primitiva del pensamiento mágico. 


 

¿Por qué hay crucifijos y misas en entidades públicas?

Publicada el 2 de junio de 2023

 

Hoy 3 de junio de 2023 la Universidad del Atlántico cumple 82 años, al menos si se tiene en cuenta 1941 como su fecha de nacimiento. En realidad, según la propia página de la universidad, la fecha de nacimiento legal es posterior, pues fue la Ordenanza No. 42 del 15 de junio de 1946 de la Asamblea del Atlántico la que crea formalmente la universidad pública del departamento. Y eso fue luego de varios hitos entre 1940 y 1945. No hay consenso sobre la fecha fundacional, pero sí existe un reconocimiento generalizado a quien lideró ese proceso: el filósofo Julio Enrique Blanco, un kantiano agnóstico que fue pionero de la filosofía moderna en Colombia.

Como quiera que sea, son más de ocho décadas de trayectoria educativa en el territorio que se ubica en la esquina del mar Caribe con el río Magdalena. Y vean ustedes, ¿cómo se le ocurre a la directiva universitaria -fichas de clanes políticos- que se debe conmemorar este aniversario del alma máter? ¡con una eucaristía! No con un acto que ponga en juego el nivel de conocimientos de la comunidad académica, no con un evento que circule ideas, que muestre el talento y creatividad de docentes y estudiantes, no con una muestra de su producción intelectual más destacada. No. Lo conmemoran con un rito católico tradicional y repetitivo de la época premoderna donde la inteligencia brilla por su ausencia, algo completamente ajeno a la ciencia y el arte. ¿Puede haber mayor muestra de pobreza mental? ¿qué pensaría Julio Enrique Blanco de esta esperpéntica celebración?

Estamos hablando de un centro de educación superior que se espera sea un espacio académico de alto nivel científico, donde se supone que impera la razón y que, además, es de carácter estatal. En Colombia hay libertad de cultos, como lo expresa el artículo 19 de la Constitución de 1991, pero ese mismo artículo pone en pie de igualdad a todas las denominaciones religiosas, se acaba la preferencia por el catolicismo que nos dejó la herencia española y que consagraba la conservadora Constitución de 1886. En la Constituyente de 1991 se impuso por fin el principio liberal básico de la democracia que establece la separación entre las iglesias y el Estado. En palabras claras: el Estado colombiano es laico. Sin embargo, la Constitución no fue suficientemente explícita y contundente, por lo que la Corte Constitucional debió pronunciarse al respecto.

En la sentencia C-350-94 dice la Corte: “(...)Es por consiguiente un Estado laico. Admitir otra interpretación sería incurrir en una contradicción lógica. Por ello no era necesario que hubiese norma expresa sobre la laicidad del Estado. El país no puede ser consagrado, de manera oficial, a una determinada religión, incluso si ésta es la mayoritaria del pueblo(...)”. Con esta sentencia la Corte rechazó por inconstitucional el antiguo rito oficial que impusieron los conservadores de otrora de consagrar el país al “sagrado corazón de Jesús”. Ese mismo año se expidió la Ley 133 de 1994 que confirma que el Estado colombiano es aconfesional. También lo reafirma la sentencia C-1175-2004. La razón es elemental: el Estado debe representarnos a todos, no a un sector de la población nada más. Los símbolos católicos, por ejemplo, pueden representar a la población católica, pero no al conjunto de la nación. Y la eucaristía de Uniatlántico no representa al conjunto de la comunidad universitaria o de los atlanticenses.

Entonces cabe preguntarse: ¿Por qué en entidades públicas del orden municipal, distrital, departamental y nacional se realizan ceremonias católicas en actos oficiales o en sus oficinas se exhiben crucifijos y simbologías propias de particulares confesiones religiosas?  

Los funcionarios públicos pueden profesar la religión que quieran o no profesar ninguna. A nivel personal pueden portar la simbología que deseen y en sus comunicaciones personales pueden mandar todas las “bendiciones” que quieran hasta el aburrimiento. Pero las paredes y sitios visibles de información de las entidades públicas deben estar libres de exhibiciones religiosas, las comunicaciones oficiales deben abstenerse de protocolos religiosos, los actos oficiales deben estar desvinculados de cualquier iglesia o expresión religiosa particular. Pero esto no se está cumpliendo.

En Colombia se está violando de manera flagrante el principio de separación Iglesia – Estado, se está violentando el carácter laico del Estado. Un caso patético fue el anterior Director de la Policía, Henry Sanabria, quien se extralimitó impulsado por su fanatismo mariano. Muchos se encogen de hombros o normalizan esta situación anómala que pareciera folclórica y poco importante. Pero el asunto se vuelve mucho más grave cuando se analiza en los ámbitos de la economía, la política o la educación. Por ejemplo, cuando se desperdicia presupuesto público en algún embeleco religioso. O cuando se inmiscuye la religión en las campañas electorales. En estos casos la democracia sufre mella, pues el fanatismo religioso facilita la manipulación del electorado, como pasó en el plebiscito de 2016. Uribismo y bolsonarismo son ejemplos. El actual embajador de Colombia en la OEA, Luis Ernesto Vargas, dio en el clavo esta semana cuando señaló que los discursos de odio se inician en las iglesias.

Más profundo es el problema de la educación, pues el adoctrinamiento religioso choca contra la formación en pensamiento crítico y científico. Imaginen un profesor de biología que niegue la evolución. Eso ya está sucediendo debido a la infiltración de sectas evangélicas fundamentalistas en las Facultades de Educación. El sistema educativo debe formar en cosmovisión científica para así poder construir ciudadanía, la educación no es para adoctrinar rebaños. Esto se desprende del artículo 67 de la Constitución que habla de la educación como derecho y servicio público y no menciona a la religión por ninguna parte. Ese artículo indica que el Estado (laico) es el responsable de la educación, de su supervisión y vigilancia. Pero esta supervisión y vigilancia está fallando en las Facultades de Educación y en las escuelas públicas. Ningún niño en colegio público puede ser obligado a cursar religión, lo cual no se está cumpliendo en muchos casos.

Es hora de que en Colombia se abra el debate sobre la separación Iglesia – Estado a ver si este país logra salir de la premodernidad.

Jorge Senior

 

 

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