Crítica racional a la creencia
religiosa
Columnas selectas publicadas en El Unicornio
Por Jorge Senior
Buhografías
Este dossier contiene ocho columnas publicadas en el
portal colombiano El Unicornio entre
2021 y 2023, las cuales se complementan bastante bien. Aparecen temas como
ciencia vs. fe, ateísmo vs. agnosticismo, derecho a la vida y libertad de
culto, la separación de iglesias y Estado, la espiritualidad del ateo, el
ateísmo militante y el pensamiento de Carl Sagan y Albert Einstein. Pero la
secuencia va en orden cronológico de publicación.
Este dossier se complementa con otro que trata sobre Educación
y pensamiento crítico y con múltiples entradas al blog La
Mirada del Búho.
Portal: www.elunicornio.co/author/buhografias
Blog La Mirada del Búho: www.conectadosconelbuho.blogspot.com
Blog Buhografías del Unicornio: www.buhografiasdelunicornio.blogspot.com
Ciencia vs. fe
Publicada el 28 de
marzo de 2021 (semana santa)
Tal vez no hay mejor momento que
la semana santa para una reflexión sobre el conflicto secular entre ciencia y fe,
que data por lo menos de la época de Giordano Bruno y Galileo Galilei. Con
mayor razón si hace pocos días, el 23 de marzo, se celebró el día internacional
del ateísmo y al día siguiente, el periódico El Tiempo en su podcast Ciencia viral tocó el tema, aunque
de una manera superficial, llena de digresiones y evidencias anecdóticas sin
valor argumentativo. El decepcionante programa
se tituló “¿Pueden los científicos ser
religiosos?” La pregunta no podía
ser más tonta, pues cualquier universitario conoce a algún investigador que es creyente
religioso. Es como preguntar: “¿Pueden
los científicos ser incoherentes?”.
El ser humano no se caracteriza
por su coherencia y los científicos no son la excepción, especialmente cuando
han sido educados en un sistema que apenas los adiestra para manejar unas
técnicas precisas y no los forma en cosmovisión científica y pensamiento
crítico. Al menos es lo que observo en
buena parte de las universidades colombianas.
En el mundo ultraespecializado de hoy es común encontrar investigadores
que son incapaces de pensar científicamente en temas que son ajenos a su
disciplina y, a veces, ni siquiera en su propio campo. Conocí un físico cuántico, ya fallecido, que
manejaba muy bien su especialidad, pero creía que las pirámides egipcias habían
sido hechas por extraterrestres. Y había
otro físico en la misma universidad que incluso era inconsistente con su propia
disciplina: practicaba la radiestesia.
Asimismo abundan los psicólogos que creen que el alma existe o los
médicos que adoptan terapias que contradicen su saber físico-químico y
biológico. Una cosa son los individuos
como staff y otra es la ciencia como
institución, como método, como conocimiento y como manera de pensar.
A pesar de los ejemplos
anecdóticos, las estadísticas
muestran que el porcentaje de no creyentes es inmensamente superior en las
comunidades científicas que en la población en general, efecto que es muy
marcado en EEUU. Un análisis similar
puede hacerse a un nivel más amplio entre educación y creencia: a mayor nivel
educativo, menor nivel de credulidad en lo sobrenatural, incluyendo las
mitologías religiosas. Este fenómeno,
además, es progresivo a través de las generaciones. En países como Islandia, Holanda, Suecia,
República Checa, entre otros, las nuevas generaciones están cada vez más
alejadas de las creencias premodernas. Una
página web religiosa española (Aleteia)
manifestaba hace poco su preocupación en un artículo titulado “La religión ya
no significa nada para casi la mitad de los jóvenes españoles”. Lo que para ellos es preocupante yo lo veo
prometedor.
Ahora vamos al fondo del asunto
que el podcast eludió: si hay o no compatibilidad entre ciencia y fe. O si se presenta incompatibilidad entre
ciencia y ateísmo como plantea Marcelo Gleiser partiendo de una falacia “hombre
de paja”: considerar al ateísmo una creencia.
La ciencia trabaja con la duda,
con un escepticismo racional dosificado. La ciencia cuestiona, critica, se sabe
falible, se autocorrige y progresa.
Utiliza el rigor lógico y el rigor experimental y observacional, de tal
manera que busca siempre apoyar el conocimiento en evidencias. La imaginación y la creatividad son
importantes, pero deben pasar por el filtro de calidad que es la prueba
experimental. Todo ello se desarrolla en
un proceso colectivo, social, con un ethos
que Lee McIntyre describe y analiza con profundidad en su libro La actitud científica (Ediciones
Cátedra, 2019). En contraste la fe va
por el camino opuesto: adora el dogma, la tradición, el argumento de autoridad,
la obediencia, el wishful thinking o
pensar con el deseo.
La ciencia al acercarnos al mundo
natural en todas sus dimensiones y escalas nos asoma a lo maravilloso, al
asombro, al profundo misterio del cosmos y de la realidad física
infinitesimal. La fe, en cambio, provee
respuestas fáciles, infantiles, ingenuas, increiblemente descabelladas, propias
de antiguos pueblos pastoriles. Por eso
la fe es tribal, un producto cultural idiosincrásico, mientras la ciencia es
universal.
Ambas formas de pensar se apoyan
en características cerebrales que evolucionaron en los homininos, antecesores
del Homo Sapiens: la capacidad de encontrar patrones o regularidades de causa –
efecto (base de la ciencia) y la capacidad de socializar con otras mentes y,
por ende, la tendencia a proyectar antropomórficamente las características
mentales humanas a animales, plantas y fenómenos naturales impersonales (base
del animismo y las mitologías religiosas).
En el paleolítico, el neolítico y
las civilizaciones agrarias era apenas natural que se inventaran socialmente
explicaciones fantasiosas, sobrenaturales, antropomórficas. Tales ficciones eran funcionales para la
cohesión social. Pero con el progreso
del conocimiento esas pseudoexplicaciones carecen de razón legítima para
persistir, trátese de Zeus, Odín, Jehová, Yahvé, Alá, Dios, God o
Supermán. Ahora bien, un ateo racional
no tiene problema alguno en aceptar la existencia de tales seres si se prueba
con evidencias.
La carga de la prueba de la
existencia de X (sea X cualquier ente) está en quien afirma su existencia:
puede tratarse de dioses, hadas, duendes, dragones, átomos, neutrinos,
flogisto, éter, calórico, elan vitae,
energía oscura, materia oscura, bosón de Higgs, elefantes rosados o unicornios
azules. No se puede probar la no
existencia de X, lo que toca probar es su existencia.
“Dios de los huecos” se denomina
al razonamiento que pretende sostener la existencia de un superser,
curiosamente antropomórfico, sobre la base de que la ciencia no lo explica todo
(aún). Tratan de poner a “Dios” allí
donde hay algo no explicado por la ciencia, hasta que la ciencia progresivamente
lo explica y tapa ese hueco de ignorancia.
Entonces mudan el comodín, ruedan esa pseudoexplicación acomodaticia a
otro nuevo hueco. Y así a medida que la ciencia progresa, tapando huecos de
ignorancia, el dios-explícalo-todo tiene que irse rodando hasta que su “reino”
no sea de este mundo, sino de algún universo paralelo o metauniverso
imaginario.
Coletilla: Hay 4 ciencias que
chocan de frente contra las religiones teístas y sus supersticiones
sobrenaturales: historia, neuropsicología, biología evolutiva y astronomía,
pero el espacio se acabó por hoy.
La filosofía humanista
de Carl Sagan
Publicada el 3 de abril
de 2021
Es satisfactorio observar que
muchos jóvenes conocen y admiran a Carl Sagan, el gran divulgador científico
que falleció en 1996. Los que tenemos
edad suficiente para haber visto Cosmos en los años ochenta no podemos olvidar
el impacto que nos causó y cómo luego nos llevó a leer sus libros, entre los
cuales se destaca, a mi parecer, El mundo
y sus demonios. En especial esa
parte donde narra la historia de “un dragón en el garaje”. Gente de todas las edades ha visto Contacto, la película protagonizada por
Jodie Foster, basada en la novela del mismo nombre. Una parte del film fue rodada en el
Observatorio de Arecibo, tristemente destruido el año pasado por la desidia
anticiencia del gobierno Trump. En la
última década se han emitido dos secuelas de Cosmos con Neil DeGrasse Tyson y
la producción de Ann Druyan.
Sin duda, Sagan fue un destacado
astrónomo y quizás el más importante divulgador de la ciencia en el siglo
XX. ¿Pero podríamos considerarlo un
filósofo? Desde luego que el newyorkino
no encaja en las características del típico filósofo profesional. Sin embargo, como el propio Sagan nos
recuerda, “la ciencia es más que un simple conjunto de conocimientos, es una
manera de pensar”. Es difícil exagerar
la profundidad y certeza de esta afirmación que debería ser la columna
vertebral de la educación. Y nuestro
divulgador estrella se caracterizaba precisamente por enseñar toda una
cosmovisión moderna a través de su obra escrita y audiovisual, acorde a la
ciencia actual.
La filosofía de Carl Sagan es
naturalista, humanista, escéptica y romántica.
Creo que se podría resumir en 6 puntos.
1. Somos una especie exploradora,
esa es nuestra naturaleza, producto de la evolución. La ciencia es la forma
cumbre de la exploración y junto con la tecnología nos lleva a nuevas
fronteras.
2. Somos una especie curiosa. La
ciencia es aventura del conocimiento, no debe ser una actividad
mercenaria. Pero la ciencia pura o
básica, finalmente puede llegar a ser ciencia aplicada, práctica y útil.
3. Nuestro cerebro, capaz de
reconocer patrones, de simular la realidad, de anticipar el futuro, de resolver
problemas y de adaptar la naturaleza a la especie, es nuestra arma o
herramienta por antonomasia. El pensamiento
científico es pensamiento crítico y se fundamenta en lógica y evidencia. De aquí se desprende la actitud escéptica
bien dosificada y sus conclusiones: no hay dios, sobrenaturaleza, ni padre
protector; no hay “más allá”, ni cielo, ni infierno, ni alma, ni espíritu.
Todos son "dragones en el garaje".
4. Estamos librados a nuestras
propias fuerzas, como adultos (esto guarda similitud con la mayoría de edad de
Kant, pues Sagan es también un ilustrado).
El peligro de extinción es real. El equilibrio dinámico del Sistema
Tierra es relativamente estable, pero existen amenazas y la más peligrosa es
antropogénica (el propio ser humano). La
responsabilidad de nuestra especie para mantener ese equilibrio dinámico de la
vida es un imperativo condicional de supervivencia.
5. Es preciso democratizar la
ciencia, el conocimiento, el pensamiento crítico, mediante la educación en su
más amplio sentido, para poder estar a la altura de tamaña responsabilidad y
tomar como humanidad las decisiones correctas.
Educación, ciencia, conocimiento son "una luz en la
oscuridad".
6. Principio cosmológico: no
somos nada especial en la naturaleza. El
universo es indiferente a las necesidades y deseos humanos. El cosmos probablemente está pletórico de
vida y, por ende, es probable que exista vida inteligente en muchas partes del
universo (algunas no lo suficiente para evitar la extinción). Cosmopolitismo
cósmico: necesitamos contactar a otras civilizaciones que puedan existir
(proyecto SETI).
Por mi parte no soy tan optimista
sobre la profusión de vida extraterrestre inteligente, pero coincido con su
visión que encaja perfecto en lo que se conoce como humanismo
secular. El humanismo es una sublime
filosofía de vida para adultos no infantilizados, apropiada para un universo
sin dioses, capaz de fundamentar la moral social en una época de cambio
climático, disrupción tecnológica y neoliberalismo implacable.
El humanismo tiene raíces
filosóficas profundas pues viene desde la Grecia clásica, el Renacimiento y el
siglo de la luces. El humanismo secular
actual es expuesto por Mario Bunge en el primer capítulo de Crisis y reconstrucción de la filosofía
y por Steven Pinker en el último capítulo de En defensa de la Ilustración.
La declaración humanista de 1980 puede leerse aquí.
La más reciente declaración humanista
resume esta visión en seis tesis. (a) El conocimiento del mundo se deriva de la
observación, la experimentación y el análisis racional. (b) Los humanos son una
parte integral de la naturaleza, el resultado de un cambio evolutivo no guiado.
(c) Los valores éticos se derivan de la necesidad y el interés humano, como se
ha comprobado por la experiencia. (d) La realización de la vida surge de la
participación individual al servicio de los ideales humanos. (e) Los humanos
son sociales por naturaleza y encuentran significado en las relaciones. (f)
Trabajar para beneficiar a la sociedad maximiza la felicidad individual.
Derecho a la vida y
libertad de culto
Publicada el 25 de
abril de 2021
Los testigos de Jehova
constituyen uno de tantos cultos surgidos en Estados Unidos durante el siglo
XIX. Tienen un historial de siglo y
medio y desde hace aproximadamente la mitad de ese período sus adeptos se encuentran
sometidos a la prohibición de recibir transfusiones de sangre, pues su dogma
señala que eso tiene consecuencias negativas en “la vida eterna”. Esta curiosa creencia ha convertido a este
grupo en una fuente de abundante literatura bioética en las últimas décadas,
pues su norma interna crea toda una serie de interesantes dilemas morales para
los médicos, instituciones de salud y el Estado del respectivo país.
En el Hospital La Misericordia en
Bogotá acaba de presentarse un nuevo caso con una joven de 17 años que
interpuso tutela contra el ICBF para impedir que le hagan transfusión de sangre
a pesar de la recomendación médica. Ella
y sus padres están de acuerdo en que bajo ningún concepto se le realice
transfusión de sangre, así le cueste la vida.
La información de prensa
dice que “la Corte Constitucional protegió los derechos al libre desarrollo de
la personalidad, a la libertad de conciencia, a la libertad de cultos (SIC), y
a la salud de la accionante”. Es difícil
imaginar cómo se puede proteger la salud de la joven no haciéndole el
procedimiento médico pertinente.
Sin embargo, la Corte
Constitucional no ha emitido sentencia aún.
Lo que anuncia el Boletín
037 del 23 de abril de 2021 de la Corte es la decisión de la Sala Séptima
de Revisión mediante Auto 009 de enero 26 de 2021. Se trata de una medida provisional en
contravía al Tribunal Administrativo de Cundinamarca que sí había permitido la
posibilidad de transfusión en situación de urgencia.
En la literatura bioética y en
las decisiones judiciales de muchos países existen precedentes que argumentan a
favor de la prioridad del derecho a la vida de los menores de edad sobre la
libertad de culto de los padres. Lo
primero a tener en cuenta es que en este caso no se trata de una decisión
autónoma de un adulto. Si lo fuera no
habría duda de la primacía del derecho fundamental a la autonomía del
paciente. Que los médicos no deben
proceder sin el consentimiento informado del paciente es un principio básico,
pero hay situaciones en que tal consentimiento está afectado o imposibilitado
por la edad, el estado inconciente del paciente, el estado psicológico o alguna
otra situación de interdicción (aclaremos que en Colombia la Ley 1996 de 2019
eliminó la interdicción judicial de nuestro ordenamiento jurídico). Y son estos casos los que han generado los
debates bioéticos, legales, judiciales y administrativos sobre cómo proceder
con los testigos de Jehová, pues el médico tiene, a su vez, el deber moral de
hacer todo lo pertinente por el bienestar del paciente.
En el caso que nos ocupa
analicemos lo siguiente. Si se tratase
de una niña de 10 años no debería haber duda alguna en priorizar el derecho a
la vida sobre la libertad de culto de los padres. La ley debe proteger a los niños de posibles
abusos por parte de los padres y estos abusos pueden ser físicos, psicológicos
o, como en este caso, amenazando su salud o su vida por creencias que impiden
la actuación médica cabal. Sin embargo,
al tratarse de una joven próxima a cumplir los 18 años de edad y con ello
adquirir la mayoría de edad legal, el asunto se complica.
La autonomía del individuo y el
libre desarrollo de la personalidad son discutibles conceptos de la ideología
liberal. Pero aún en un marco teórico
liberal se acepta que en los niños el proceso de maduración es gradual y, por
ende, su autonomía es limitada. A medida
que el niño crece y madura psicológicamente aumenta su autonomía, de ahí que la
legislación colombiana contemple etapas que van de 0 a 7 años, luego a 12 años
y finalmente a 18 años en las niñas y en el caso de los varones la última etapa
es a partir de los 14. Como se sabe, en
Colombia desde los años 70 la mayoría de edad es a los 18, pero antes era a los
21.
El problema es que el desarrollo
psicológico es gradual, pero la ley debe establecer fronteras etarias claras,
como las tres etapas mencionadas. Es
obvio que una persona no es inmadura cuando tiene 17 años y 364 días y al día
siguiente, al cumplir los 18, amanece maduro. De ahí que en este caso complejo
el asunto se vuelve discutible. Sin
embargo, hay otra arista en el caso de la religión que produce un giro en el
debate: el adoctrinamiento de los niños por los padres, un tema sumamente
delicado de legislar.
Es el dilema entre las libertades
(de culto, de elegir la educación de los hijos), por un lado, y los derechos de
los niños por el otro. Tema difícil
porque puede verse como una intromisión indeseable del Estado en la vida
privada de las familias. No obstante el
poder de los padres sobre los hijos no debe ser absoluto, de ahí que ciertas
actuaciones abusivas de los padres ameriten la intervención salvadora del
Estado para amparar los derechos fundamentales de los niños. Es el caso de la violencia intrafamiliar, las
violaciones, el maltrato psicológico y físico, las privaciones de alimento, educación
y… salud. Algunos casos son tan graves
que constituyen delitos, pueden llevar a prisión a los padres y a perder la
patria potestad. Termino con una
pregunta: ¿no es ese el caso cuando el adoctrinamiento religioso atenta contra
la salud y la vida?
Por qué no soy
agnóstico
Publicada el 29 de
octubre de 2022
La revista científica más
importante del mundo, Nature, dice en su más reciente
editorial que en la segunda vuelta electoral en Brasil sólo hay una opción
consistente con la ciencia: votar por Lula para que pierda Bolsonaro, a quien
la revista considera, con pleno fundamento, “una amenaza para la ciencia, la
democracia y el medio ambiente”.
De manera análoga digo que frente
al tema de la existencia de un dios (o varios dioses) sólo hay una opción
consistente con la cosmovisión científica del siglo XXI: el ateísmo. Y en este caso la opción que estoy descartando no es la
creencia en un dios, que en el mundo actual obviamente es un asunto de mera fe,
sino el agnosticismo, posición que
sí pretende ser racional.
Difiero de muchos ateos a quienes
les encanta debatir y criticar a los creyentes.
Eso es tiempo perdido porque tal creencia no se basa en la razón sino en
el argumento de autoridad impuesto en la crianza a temprana edad siguiendo la
tradición y/o en necesidades psicológicas de algunos individuos que encuentran
en tal creencia una prótesis mental que les sirve de apoyo. La creencia en un dios pertenece a la zona
mitológica en la cual el individuo puede especular sin mayor riesgo para la
vida práctica, tal y como expusimos en una columna donde
reseñamos el libro La racionalidad de Steven Pinker. Más o menos lo mismo pienso
de quienes se dedican a refutar tonterías como el terraplanismo que carecen de
importancia.
Se me dirá que la religión sí
tiene importancia por sus repercusiones negativas en la vida social, como
evidencia la historia: dogmatismo, guerras, vasallaje, manipulación,
explotación, restricciones a la libertad, alienación, fanatismo y muchas más. El adoctrinamiento religioso a los niños
perjudica o distorsiona la formación moral, axiológica, actitudinal y
cognitiva, aunque desde luego su ausencia no es garantía de una formación
apropiada.
El punto es que la clave en la
formación del joven no reside en los temas metafísicos sino en el desarrollo
del pensamiento crítico – racional y
la asimilación activa de la cosmovisión
científica construida con rigor
lógico y experimental en los últimos dos o tres siglos y que constituye el más
grandioso logro de la humanidad. El
ateísmo termina siendo simplemente un corolario de lo anterior, no el asunto
principal. Por tanto, no se trata de
hacer proselitismo ateo, como si fuese una creencia más, sino de fortalecer el
pensamiento crítico en los espacios educativos y de comunicación masiva, lo
cual se contrapone al facilista pensamiento mágico y a los impulsos
fanáticos. Todo ello a sabiendas de que
la naturaleza humana, como la entendemos hoy, no es la de un ser precisamente racional,
por lo que la tarea no es nada fácil.
Dicho esto, volvemos entonces al
descarte del agnosticismo como opción racional.
Éste es un debate mucho más interesante, pues el agnóstico no puede
refugiarse en la fe. De hecho, algunos
agnósticos acusan al ateo de caer en un acto de fe por su afirmación
contundente sobre la no existencia de dioses, mientras el agnóstico deja margen
a la duda, lo cual parece una actitud más racional.
Es un error lógico. La no existencia de un X (sea X un dios o
cualquier entidad propuesta por una o muchas personas) nunca puede demostrarse
o probarse. La carga de la prueba recae
siempre en quien postula la existencia de X.
Los seres humanos hemos inventado todo tipo de seres o entidades
fantasiosas o míticas: dragones, duendes, hadas, espíritus de la selva, fantasmas,
almas, dioses, ángeles, demonios, elefantes rosados, unicornios azules,
flogisto, éter, calórico, élan vital. Una cuasi-infinita inflación ontológica.
Si el agnóstico es
consecuentemente racional tendría que extender su agnosticismo, es decir, su manto
de duda, sobre toda la parafernalia mitológica inventada por todas las culturas
del planeta. O probar que determinado
ser mítico, por ejemplo el dios cristiano, es un caso especial que merece un
tratamiento preferencial, como decir: “soy agnóstico sobre el dios cristiano,
pero no sobre Zeus u Odín”. ¿Y qué tiene
de especial la mitología cristiana respecto a las demás mitologías? Todos los
dioses inventados por los humanos son idiosincrásicos, provienen de una tradición,
como las costumbres y los acentos. El
cristianismo no es la excepción, sólo que es uno de los componentes de la
cultura occidental que logró conquistar el mundo, un hecho meramente
circunstancial, no atribuible a su más común mitología tradicional.
Otro argumento del agnóstico es
atribuirle a la idea de dios (¿y por qué no de dioses en plural?) el carácter
de hipótesis, lo cual parece acorde con la ciencia. Algunas de las entidades arriba mencionadas,
como el flogisto, el calórico, el élan vital o el éter fueron hipótesis
científicas hace más de un siglo, que luego resultaron ser refutadas. ¿No podría ser un dios una hipótesis para
explicar algo? La respuesta simple es
“no”. Recuerden que estamos en el siglo XXI.
Los dioses pudieron ser una explicación racional de la lluvia, el rayo,
la fertilidad de la tierra o cualquier otro fenómeno natural en las épocas
precientíficas desde la edad de piedra hasta la sociedad medieval europea e
incluso hasta la época de Newton.
Podríamos decir que el pensamiento mágico religioso y la proyección
antropomórfica eran una necesidad, o por lo menos la alternativa más plausible,
y por eso usamos el concepto de “religión natural”.
En la era moderna, cuando tenemos
a nuestra disposición una cosmovisión científica bien fundamentada en
evidencias, aunque no lo explique todo, esa “hipótesis” de dios -como le dijera
Laplace a Napoleón- resulta innecesaria.
Ni sirve como hipótesis pues carece de valor heurístico, es decir, no es
fecunda para la investigación. Es lo que
se suele llamar “el dios de los huecos”: lo que la ciencia no podía explicar,
se le atribuía a un dios, pero luego el avance del conocimiento científico
rellenaba ese hueco y entonces la “hipótesis explicativa” por medio de la
voluntad antropomórfica de un dios se echaba a la basura. Y así sucesivamente, un dios en permanente
retroceso.
Puede haber más razones, el tema
es amplio y fascinante, mas el espacio de esta columna ha llegado a su
fin.
Einstein y el dios que
juega a los dados
Publicada el 4 de
diciembre de 2022
Hace 96 años, el 4 de diciembre
de 1926, Albert Einstein escribía una de las cartas más famosas de la historia.
Era el momento del boom de la
mecánica cuántica y la carta iba dirigida a su amigo Max Born, el abuelo de la
cantante recientemente fallecida Olivia Newton John, a quien casi todo el mundo
recuerda por su baile con John Travolta.
En esa misiva, el físico judío
nacido en Alemania pero de nacionalidad suiza, escribió:
“La mecánica cuántica es
ciertamente imponente. Pero una voz interior me dice que aún no es la verdadera
solución. La teoría dice mucho, pero apenas nos acerca al secreto del ‘viejo’.
Yo en todo caso estoy convencido de que él no tira los dados”. De aquí salió la atribución a Einstein de la
frase “Dios no juega a los dados”. Es
cierto que al hablar del ‘viejo’, el gran físico está usando una doble metáfora
para referirse coloquialmente a la idea de Dios, pero esta idea es, a su vez,
una manera metafórica de referirse al orden racional del universo.
En efecto, Einstein no era
creyente en lo que se refiere al dios judeocristiano, un dios-persona con
características antropomórficas. Lo dijo
muchísimas veces: “Creo en el dios de Spinoza que se manifiesta en la armonía
de todo lo que existe y no en un dios que se ocupa del destino y los actos del
hombre” (1929). En 1954 escribió: “No
creo en un dios personal, nunca lo he negado y siempre lo he dicho con toda
claridad. Si hay algo en mí que pueda llamarse religioso, es mi admiración sin
límites por la estructura del mundo hasta donde la ciencia nos lo puede
develar”.
Ahí ya está esbozando lo que hoy
denominaríamos una deconstrucción de la religiosidad. En una carta expresa: “No
he podido encontrar mejor término que el de ‘religioso’ para designar aquella
confianza en la naturaleza racional de la realidad en tanto asequible a la
razón humana” (1951). En diversos momentos habla del “sentimiento cósmico
religioso” para referirse al asombro y a la emoción de maravillarse ante la cognoscibilidad del
mundo. ¿Misticismo? ¡Para nada! Lo dice
bien claro en una cita que mencionan Dukas y Hoffmann: “Jamás le he atribuido a
la Naturaleza ningún propósito ni meta, ni nada que pueda parecer
antropomórfico. Lo que veo en ella es una maravillosa estructura que sólo
podemos comprender de modo muy imperfecto y que es capaz de embargar a una
persona pensante de un sentimiento de humildad. Se trata de un genuino
sentimiento religioso que no tiene nada que ver con el misticismo”.
Podemos ratificarlo en otra cita
textual: “Mi punto de vista se aproxima al de Spinoza: admiración por la
belleza y la creencia en la sencillez lógica que subyace al orden y a la
armonía que humilde e imperfectamente alcanzamos a conocer. Creo que debemos
contentarnos con nuestro deficiente conocimiento y comprensión y lidiar con los
valores y obligaciones morales como un
asunto estrictamente humano”. Para Einstein la creencia metafísica en una
divinidad que sustente la moralidad, como lo propone la religión, es
inaceptable: “No creo en la inmortalidad del individuo y considero, además, que
la ética es un asunto enteramente humano, desprovisto de toda autoridad
sobrehumana que la respalde” (1955).
De las religiones Einstein
rechaza su contenido mítico, su dogmatismo y autoritarismo, aborrece esa
primitiva idea del premio y el castigo, con su viejo truco de manipular el
miedo, y como vimos, niega la moral sobrehumana, trascendental. Einstein, el
físico, es fiel a Spinoza, el filósofo. El físico apátrida es racionalista,
determinista e inmanentista como el filósofo neerlandés, que identificaba a
“Dios” con la Naturaleza, descartando al dios-persona antropomórfico, por lo
que fue expulsado de la comunidad judía de Amsterdam.
Al adoptar esa visión filosófica
Einstein va estrellarse de frente contra la física cuántica, de la cual él puso
la “primera piedra” en 1905, aprovechando una idea matemática que cinco años
antes había utilizado Max Planck.
Y aquí llegamos al verdadero
sentido de la frase “Dios no juega a los dados”, que nada tiene que ver con
religión, sino con la defensa del racionalismo y el determinismo, en contravía
de su amigo Max Born, de Heisenberg y sobre todo del danés Niels Bohr. Pocos meses después de la carta que
conmemoramos en esta columna, en Bruselas, tendría lugar el inicio del más
profundo debate filosófico de la historia, el pugilato intelectual entre
Einstein y Bohr, un combate entre dos filosofías que sigue sin resolverse, así
algunos digan que los trabajos premiados con el Nobel de Física este año 2022
resolvieron esa disputa (ver columna).
En 1927 Richard Feynman era
apenas un niño, pero sumaría muchas historias en las décadas posteriores. Él
clasificaba a los científicos en dos categorías: los babilonios y los griegos,
aludiendo a ciertas características de las elaboraciones teóricas de estos
pueblos. Él mismo era un ‘babilonio’, al
igual que Bohr, mientras que su compañero y archirrival, Murray Gell-man, era
un ‘griego’, como Einstein. La
diferencia se ilustra en una frase de Bohr en respuesta a la einsteniana “dios
no juega a los dados”. Dijo el danés:
“Einstein: no le digas a dios lo que tiene que hacer”. Es decir, la filosofía de sabor empirista de
los ‘babilonios’ se limita a los datos que nos da la naturaleza. Los ‘griegos’, en cambio, son racionalistas
como Spinoza y Einstein. Irónicamente tienen una fe irracional en el orden
racional del universo. Por ejemplo, creen que la elegancia matemática es una
buena guía para hacer descubrimientos. Y
hoy tenemos a muchos físicos teóricos perdidos en el laberinto de la teoría de
cuerdas.
Einstein nunca aceptó la mecánica
cuántica como una teoría completa. Hoy
tenemos nuevas maneras de entender el determinismo, pero en la versión de
Einstein el determinismo implica el imperio absoluto de la ‘ley de la
causalidad’. Nada escapa a las cadenas
de causas y efectos. Ni siquiera existe el libre albedrío. Las teorías
cuánticas con su fundamento probabilístico parecen decirnos otra cosa.
Poco antes de morir Einstein, su
amigo Max Born fue premiado tardíamente con el Nobel de Física. Al otorgárselo, el comité Nobel se la jugó
por los dados.
Sublimidad: la espiritualidad
del ateo
Publicada el 9 de
febrero de 2023
Últimamente, cada vez que alguien
menciona la palabra “espiritualidad”, yo le pregunto qué significa ese término
para él o ella. Las respuestas que me regalan son muy dispares y no
precisamente por polisemia sino más bien por indefinición. Todo el mundo usa el
vocablo con propiedad, como si hubiese un consenso claro sobre su significado,
pero no hay tal. Cada quien parece tener una definición personalizada.
Que las personas religiosas se
refieran a la “espiritualidad” no me sorprende, al fin y al cabo, creen en los
espíritus, como si las funciones mentales no fueran producto del cerebro sino
algo independiente que puede existir sin el cuerpo. Sabemos por la ciencia que
tal creencia es errónea, no hay mente sin cuerpo. Por eso sorprende que
intelectuales ateos de filosofía materialista hablen a favor de la
espiritualidad. ¿Espiritualidad sin espíritu? ¿Qué será lo que quieren decir?
Carl Sagan, por ejemplo, escribió
en El
mundo y sus demonios: “La ciencia no sólo es compatible con la
espiritualidad; es una fuente profunda de espiritualidad”. Michael Shermer,
editor de la revista Skeptic, publicó
Ateísmo
y espiritualidad, un artículo en el cual defiende que “los ateos pueden
ser tan espirituales como cualquiera, y quizá incluso más”. Shermer, que
también menciona a Sagan y a Feynman allí, dice que “la espiritualidad es una
manera de ser en el mundo” y la asocia con el asombro ante el misterio, el
maravillamiento ante la sublime belleza de la naturaleza y con una actitud
abierta de búsqueda de nuestro lugar en el cosmos. Feynman es mencionado por su
concepto estético de la ciencia, cuando reconoce que explicar una flor no le
quita nada a su belleza y por el contrario, le suma.
Richard Dawkins en El
espejismo de Dios y Daniel Dennet en Romper el hechizo también
exploran la espiritualidad como fenómeno y como concepto. Lo que tienen en
común todos estos autores ateos y materialistas es que no rechazan el término
“espiritualidad” para referirse a cierto tipo de experiencia humana sino que
procuran redefinir el concepto para depurarlo de toda fantasía inmaterial o
sobrenatural, y reivindicarlo como una vivencia intensa y sensible a través de
una inmersión profunda en el arte, la ciencia o la filosofía. Yo comparto esta
concepción, pero creo que el uso del término “espiritualidad” lleva a
confusión. Si redefinimos el concepto entonces mejor cambiemos el vocablo. Como
lo asocio a lo sublime, suelo usar la palabra “sublimidad”, que el diccionario define como “calidad de lo
sublime”.
Carlo Rovelli, en su libro El
nacimiento del pensamiento científico dedicado a Anaximandro de Mileto,
analiza el desencantamiento del mundo -el paso del mito al Logos- cuando la
humanidad logra por primera vez superar el pensamiento mítico-religioso hace 26
siglos. Nace allí la ciencia en sus formas más incipientes, pero la religión no
desaparece, puesto que se trata de un fenómeno complejo y universal de la
especie humana que todavía hoy predomina, al menos cuantitativamente, aunque se
ha ido transformando en algo cada vez más alejado de los viejos dioses. Rovelli
también explora la esfera de la espiritualidad individual como un fenómeno más
reciente, propio de la modernidad. Coincide con el hecho cada vez más común de
escuchar a personas no ateas afirmar que ellas no comulgan con las religiones,
pero sí asumen en su vida alguna forma de “espiritualidad”.
Hasta aquí hemos permanecido en
la tradición de la cultura occidental, signada por el monoteísmo que surgió en
el medio oriente. Ni siquiera hemos mencionado la espiritualidad del lejano
oriente, enraizada desde hace milenios en sistemas de creencias que van desde
el politeísmo hasta el no teísmo. O las culturas indígenas del Nuevo Mundo. O
de África y Oceanía. Al globalizar la perspectiva se amplía el espectro de los
referentes que puede tener el concepto de espiritualidad.
No obstante, considero que eso no
cambia la dicotomía entre los que asumen la espiritualidad como un trascendente
contacto con lo sobrenatural imaginado y los que vivenciamos la espiritualidad
como una profunda inmersión en la realidad, capaz de generar en ocasiones una
emocionante sensación de vértigo y en otras una plácida serenidad. La primera
opción choca con la ciencia, mientras la segunda, por el contrario, va de la mano
del conocimiento científico del cosmos desde la escala de lo infinitesimal
hasta la inmensidad del universo. A ésta última, insisto, prefiero llamarla sublimidad, como vivencia exquisita de
lo sublime.
Existen otras vías. No mencionaré
las sustancias alucinógenas para no desbordar esta columna. Pero la práctica de
la relajación, la meditación, parar el diálogo interior o ciertos tipos de
gimnasia, manejan la corporalidad de tal modo que pueden producir en el sistema
nervioso central estado mentales especiales, alejados del ruido y las afugias
de la superviviencia cotidiana. ¿Es eso espiritualidad? ¿una terapia? ¿un
escapismo? ¿simple moda? Pienso que este tipo de prácticas es perfectamente
compatible, en principio, con el naturalismo propio de la cosmovisión
científica. Y he conocido uno que otro ateo que ejercita tales disciplinas.
Sin embargo, en nuestro mundo
capitalista todo se monetariza. Vemos por doquier imperios espirituales que se
erigen como castillos de oro en un mar de riqueza muy material. Esos gurúes no
meditan, ellos facturan. Detrás del oxímoron está la estafa. Un discurso
“espiritual” que se convierte en mercancía se contradice a sí mismo. Se
banaliza, como sucedió con las modas de la “nueva era”. Creo que todos estamos
de acuerdo -seamos creyentes o no- en que la “espiritualidad”, sea lo que sea
que signifique, es algo que reside en las antípodas de lo monetario, ajeno por
completo al interés económico.
Finalizo con una preocupación por
el retroceso de la educación laica en Colombia, un país donde aún buena parte
de las instituciones educativas son religiosas y donde una oleada evangélica
norteamericana se ha tomado al magisterio en las últimas décadas. En el sistema
educativo se ha extendido el discurso de la “formación espiritual” y se habla
de “dimensión espiritual” de modo acrítico, como si fuese científicamente
válido. Sospecho que es una estrategia para disfrazar el adoctrinamiento
religioso, tema para discutir en una futura columna.
Defensa y crítica del
ateísmo militante
Publicada el 17 de mayo
de 2023
“Cada quien es libre de creer lo
que le dé la gana, es un asunto netamente personal”. Así podría expresarse un
ingenuo liberal para referirse a las creencias religiosas y, de paso, criticar
a los ateos beligerantes en las redes. La realidad es que ni los seres humanos
son tan libres como postula el liberalismo ingenuo ni las creencias religiosas
son una mera cuestión de conciencia, ajena a la vida pública.
Que no son tan libres lo prueba
el hecho de que durante milenios los seres humanos adoptaban, de manera
general, la religión de la cultura en que se criaron, pues eran adoctrinados
desde pequeños. Actualmente vemos que el adoctrinamiento infantil no ha cesado,
lo podemos observar en la familia y en la escuela, que muchas veces los padres
escogen bajo el criterio de identidad religiosa. Pero debido a la movilidad,
las migraciones, las telecomunicaciones de todo tipo, ya los padres no pueden
encerrar a los niños en una burbuja y estos reciben influencias diversas, una
diversidad que va aumentando inevitablemente a medida que crecen. Por eso no es
ya tan extraño que a la postre algunos jóvenes adopten creencias diferentes a
sus padres. Como en otros campos de la vida social, el capitalismo ha creado un
mercado de creencias donde la “libertad” consiste en escoger entre la variada
oferta.
Que no es un mero asunto de
conciencia privada lo evidencia el impacto que las creencias religiosas siguen
teniendo en la política, la legislación, la educación, la moral pública, las
costumbres y valores. La religión no es un fenómeno íntimo, sino social. El
oráculo Google me recuerda que “la palabra religión viene del latín religare, lazo, que quiere decir volver
a ligar, unir, enlazar; es unir a los que antes estaban separados con el fin de
formar una comunidad”. Más claro aún, si cabe, ese carácter social lo exhibe la
palabra ‘comunión’. Basta mirar la historia de la iglesia católica, apostólica
y romana para evidenciar la permanencia y el poderío institucional del
fenómeno. En pleno siglo XXI podemos ver en Colombia la cantidad enorme de
colegios y universidades de carácter religioso y no sólo en el sector privado,
pues colegios públicos se concesionan a organizaciones religiosas. Desde lo
económico la importancia del sector se mide con los miles de millones de
dólares que mueve. En la política reciente podemos ver el impacto de la
creencia metafísica en los movimientos de Trump, Bolsonaro, el partido popular
español o en el uribismo colombiano. Recordemos el plebiscito por la paz de
2016 en Colombia, donde triunfó el ‘No’ por mínimo margen debido a la
manipulación religiosa perpetrada.
Todo lo anterior me lleva a la
conclusión de que el liberal ingenuo se equivoca. La creencia religiosa no es
un asunto individual, íntimo o personal sino un asunto de interés público,
relevante para la sociedad y para nada inocuo. Por tanto, el llamado ateísmo militante, que se organiza para
incidir de una u otra forma en el asunto, tiene una razón pertinente y legítima
para existir. Hay también organizaciones de laicos, de escépticos, de
agnósticos, de humanistas seculares, que navegan en la misma onda, pero voy a
referirme específicamente a los grupos de ateos. Mi crítica es muy distinta a
la del liberal ingenuo, puesto que comparto la necesidad de la deliberación pública
sobre las creencias. Trátese de fake news,
supersticiones, pseudociencias, pseudoteorías conspiranoicas, religiones u
otras creencias de la zona mitológica, todas son aparatos distorsionadores de
la realidad y, por ende, factores de confusión y alienación. Lo acabamos de
vivir en la pandemia. Y para rematar, ahora, con las nuevas herramientas de
simulación por medio de inteligencia artificial ya se habla en el ámbito
filosófico de la “desaparición de la
realidad”. Fácilmente las nuevas generaciones crecerán en un estado de
alienación total, incapaces de determinar qué es real o auténtico y qué no.
No obstante, los grupos de
ateísmo militante se equivocan, en mi concepto, tanto en la táctica como en la
estrategia.
La pugnacidad excesiva, la burla,
el choque frontal, el ataque a la persona (falacia ad hominem), la provocación, no son la mejor manera de convencer a
alguien, por el contrario, resultan contraproducentes. La guerra de memes y
opiniones es el típico pasatiempo inútil de los grupos de ateos y creyentes. No
hay deliberación seria. Es un círculo vicioso, pues el debate allí no es un
proceso que se desenvuelve hacia un fin, sino algo más parecido a un hámster en
la rueda. Los grupos más exitosos en número de miembros, con cientos de miles
de internautas, son los más ligeros y frívolos.
Otro error que cometen estos
grupos es que se enfocan casi totalmente en la mitología bíblica y en debates
importados como el del creacionismo, es decir, en el cristianismo
fundamentalista que tiene su epicentro en el bible belt de Norteamérica. Ese debate de bajo nivel fue superado
hace un siglo, excepto en EEUU. Tras la Alianza
para el progreso en el período de Kennedy sobrevino una especie de invasión
de sectas protestantes, aquí llamadas evangélicas, y ahora pululan en nuestro
medio latinoamericano las visiones dogmáticas que niegan la evolución y asumen
de modo literal el texto bíblico, aprovechando que nuestro sistema educativo es
notoriamente deficiente. Hemos importado un problema típicamente gringo. Ni el
catolicismo, ni algunas corrientes protestantes serias, como los presbiterianos
o los anglicanos, caen en esa actitud anticiencia. Pero centrarse en ese debate
superado y distractor es cometer el mismo error en que incurren los escépticos
cuando se dedican a confrontar el terraplanismo, una creencia inocua por lo
absurda, descuidando temas más vitales como los antivacunas o los
antitransgénicos.
Podría seguir enumerando errores
tácticos del ateísmo militante, pero el meollo es la falla estratégica de no
investigar y desactivar las causas del fenómeno religioso. Hace un siglo los
liberales entendieron que la clave era la educación secular y promovieron
colegios y universidades libres. Pero terminaron claudicando, cooptados por el
conservatismo y la politiquería. La misión estratégica del ateísmo militante
progresista debería ser el fomento de la educación científica, a sabiendas de
que no es suficiente la divulgación y que es preciso formatear el sistema
educativo para que la sociedad supere la etapa primitiva del pensamiento
mágico.
¿Por qué hay crucifijos
y misas en entidades públicas?
Publicada el 2 de junio
de 2023
Hoy 3 de junio de 2023 la
Universidad del Atlántico cumple 82 años, al menos si se tiene en cuenta 1941
como su fecha de nacimiento. En realidad, según la propia página de
la universidad, la fecha de nacimiento legal es posterior, pues fue la
Ordenanza No. 42 del 15 de junio de 1946 de la Asamblea del Atlántico la que
crea formalmente la universidad pública del departamento. Y eso fue luego de
varios hitos entre 1940 y 1945. No hay consenso sobre la fecha fundacional,
pero sí existe un reconocimiento generalizado a quien lideró ese proceso: el filósofo Julio Enrique Blanco, un
kantiano agnóstico que fue pionero de la filosofía moderna en Colombia.
Como quiera que sea, son más de
ocho décadas de trayectoria educativa en el territorio que se ubica en la
esquina del mar Caribe con el río Magdalena. Y vean ustedes, ¿cómo se le ocurre
a la directiva universitaria -fichas de clanes políticos- que se debe
conmemorar este aniversario del alma máter? ¡con una eucaristía! No con un acto que ponga en juego el nivel de
conocimientos de la comunidad académica, no con un evento que circule ideas,
que muestre el talento y creatividad de docentes y estudiantes, no con una
muestra de su producción intelectual más destacada. No. Lo conmemoran con un
rito católico tradicional y repetitivo de la época premoderna donde la
inteligencia brilla por su ausencia, algo completamente ajeno a la ciencia y el
arte. ¿Puede haber mayor muestra de pobreza mental? ¿qué pensaría Julio Enrique
Blanco de esta esperpéntica celebración?
Estamos hablando de un centro de
educación superior que se espera sea un espacio académico de alto nivel
científico, donde se supone que impera la razón y que, además, es de carácter estatal. En Colombia hay
libertad de cultos, como lo expresa el artículo 19 de la Constitución de 1991,
pero ese mismo artículo pone en pie de igualdad a todas las denominaciones
religiosas, se acaba la preferencia por el catolicismo que nos dejó la herencia
española y que consagraba la conservadora Constitución de 1886. En la
Constituyente de 1991 se impuso por fin el principio liberal básico de la
democracia que establece la separación entre las iglesias y el Estado. En
palabras claras: el Estado colombiano es
laico. Sin embargo, la Constitución no fue suficientemente explícita y
contundente, por lo que la Corte Constitucional debió pronunciarse al respecto.
En la sentencia C-350-94 dice la
Corte: “(...)Es por consiguiente un Estado
laico. Admitir otra interpretación sería incurrir en una contradicción
lógica. Por ello no era necesario que hubiese norma expresa sobre la laicidad
del Estado. El país no puede ser consagrado, de manera oficial, a una
determinada religión, incluso si ésta es la mayoritaria del pueblo(...)”. Con
esta sentencia la Corte rechazó por inconstitucional el antiguo rito oficial
que impusieron los conservadores de otrora de consagrar el país al “sagrado
corazón de Jesús”. Ese mismo año se expidió la Ley 133 de 1994 que confirma que
el Estado colombiano es aconfesional.
También lo reafirma la sentencia C-1175-2004. La razón es elemental: el Estado debe representarnos a todos,
no a un sector de la población nada más. Los símbolos católicos, por ejemplo,
pueden representar a la población católica, pero no al conjunto de la nación. Y
la eucaristía de Uniatlántico no representa al conjunto de la comunidad
universitaria o de los atlanticenses.
Entonces cabe preguntarse: ¿Por qué en entidades públicas del orden
municipal, distrital, departamental y nacional se realizan ceremonias católicas
en actos oficiales o en sus oficinas se exhiben crucifijos y simbologías
propias de particulares confesiones religiosas?
Los funcionarios públicos pueden
profesar la religión que quieran o no profesar ninguna. A nivel personal pueden
portar la simbología que deseen y en sus comunicaciones personales pueden
mandar todas las “bendiciones” que quieran hasta el aburrimiento. Pero las
paredes y sitios visibles de información de las entidades públicas deben estar
libres de exhibiciones religiosas, las comunicaciones oficiales deben
abstenerse de protocolos religiosos, los actos oficiales deben estar
desvinculados de cualquier iglesia o expresión religiosa particular. Pero esto no se está cumpliendo.
En Colombia se está violando de
manera flagrante el principio de separación Iglesia – Estado, se está
violentando el carácter laico del Estado. Un caso patético fue el anterior
Director de la Policía, Henry Sanabria, quien se extralimitó impulsado por su
fanatismo mariano. Muchos se encogen de hombros o normalizan esta situación
anómala que pareciera folclórica y poco importante. Pero el asunto se vuelve
mucho más grave cuando se analiza en los ámbitos de la economía, la política o
la educación. Por ejemplo, cuando se desperdicia presupuesto público en algún
embeleco religioso. O cuando se inmiscuye la religión en las campañas
electorales. En estos casos la democracia sufre mella, pues el fanatismo
religioso facilita la manipulación del electorado, como pasó en el plebiscito
de 2016. Uribismo y bolsonarismo son ejemplos. El actual embajador de Colombia
en la OEA, Luis Ernesto Vargas, dio en el clavo esta semana cuando señaló que
los discursos de odio se inician en las iglesias.
Más profundo es el problema de la
educación, pues el adoctrinamiento religioso choca contra la formación en
pensamiento crítico y científico. Imaginen un profesor de biología que niegue
la evolución. Eso ya está sucediendo debido a la infiltración de sectas
evangélicas fundamentalistas en las Facultades de Educación. El sistema
educativo debe formar en cosmovisión científica para así poder construir
ciudadanía, la educación no es para adoctrinar rebaños. Esto se desprende del
artículo 67 de la Constitución que habla de la educación como derecho y
servicio público y no menciona a la religión por ninguna parte. Ese artículo
indica que el Estado (laico) es el responsable de la educación, de su
supervisión y vigilancia. Pero esta supervisión y vigilancia está fallando en
las Facultades de Educación y en las escuelas públicas. Ningún niño en colegio
público puede ser obligado a cursar religión, lo cual no se está cumpliendo en
muchos casos.
Es hora de que en Colombia se
abra el debate sobre la separación Iglesia – Estado a ver si este país logra
salir de la premodernidad.
Jorge
Senior
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